La Semana Santa es el preludio a la Vida. Es un tiempo para comprender que somos afortunados y que debemos agradecer y disfrutar lo que tenemos y que nos ha dado el Señor.
La realidad del Coronavirus nos da de frente y deja una vez más al descubierto nuestra debilidad y fragilidad. Pone a prueba todas nuestras reservas energéticas, emocionales y espirituales. Y nos hace caer en la cuenta de nuestra necesidad de humildad, oración y caridad.

La Semana Santa es tiempo de miradas. De mirar a nuestro interior y escanear nuestro ser, nuestro sentir y nuestro vivir. De mirar a nuestro alrededor y responder a las necesidades del otro. De mirar a Dios desde la sencillez de nuestro ser y, como decía San Faustino, “hablar de corazón a corazón”.
La Semana Santa es tiempo de humanidad. De recordar a nuestros familiares, amigos y seres queridos. De dar gracias por el amor y la risa que nos mantiene unidos bajo el mismo techo. La misma realidad que nos obliga a mantener las distancias es una oportunidad de cercanía. Ahora que nuestras iglesias están cerradas, es momento de comprender que Dios habita en el corazón de los hombres.
La Semana Santa es tiempo de oración. Por las víctimas del coronavirus. Por los que luchan contra la epidemia con valentía y a riesgo de la propia vida. Por todos y cada uno de los que trabajan y se entregan para el bienestar de los demás. Por el fin de la pandemia.
La Semana Santa es tiempo de Vida y Esperanza.
Recibí de Dios todo lo que necesitaba
Pedí fuerzas y Dios me dio dificultades para
hacerme fuerte.
Pedí sabiduría y Dios me dio problemas para
resolver.
Pedí prosperidad y Dios me dio un cerebro y
fuerzas para trabajar.
Pedí valor y Dios me dio peligros a los que
vencer.
Pedí amor y Dios me dio personas a los que
querer y ayudar.
Pedí favores y Dios me dio oportunidades.
Al final, recibí nada de lo que deseaba y recibí
todo lo que necesitaba.